martes, 21 de julio de 2009





Fernando Pessoa en su niñez (1894)

Contra la democracia*


Fernando Pessoa

La igualdad entre los hombres

La tesis fue expuesta hace tiempo, como una verdad suprema,
por el biólogo Haeckel. Entre el mono y el hombre normal,
dice él, hay menos diferencia que entre el hombre normal y el
genio.
Entre el trabajador intelectual, como le llaman, y el trabajador
manual, no hay identidad ni semejanza alguna; hay una
profunda, una radical oposición.
Lo cierto es que entre un obrero y un mono hay menos
diferencia que entre un obrero y un hombre realmente culto.
El pueblo no es educable, porque es pueblo. Si fuese posible
convertirlo en individuos, sería educable, sería educado, pero
entonces ya no sería pueblo.
El odio a la ciencia, a las leyes naturales, es lo que caracteriza
la mentalidad popular. El milagro es lo que el pueblo
quiere, es lo que el pueblo comprende. En que lo haga Nuestra
Señora de Lourdes o de Fátima, o que lo haga Lenin, es ahí
donde radica la única diferencia. El pueblo es fundamentalmente,
radicalmente, irremediablemente reaccionario. El liberalismo
es un concepto aristocrático y, por lo tanto, totalmente
opuesto a la democracia.
Sí, fijémonos en esto. Eliminemos las distinciones puramente
exteriores, como la que hay entre negros y blancos. La
verdadera diferencia es de otro orden. Es entre gente e individuos.
Acepto a un hombre del pueblo como hermano en Dios,
como hermano en Cristo, pero no como hermano en naturaleza.
Ante la religión somos iguales; ante la Naturaleza y la ciencia
no hay entre nosotros identidad alguna; dondequiera que se
establezca igualdad entre cosas naturalmente distintas hay mística,
hay religión; lo que no hay es ciencia.
Cada una de todas las religiones se divide, más o menos
evidentemente, en dos: el culto externo y la doctrina externa, y
lo que se da en la iniciación, el culto individual y místico o ritual
y mágico. Ahora, la cultura es una iniciación. Y lo es porque
tiene la esencia de la iniciación: el ser otra vida.


Juventud y verdad

Una cosa que al parecer preocupa mucho a los críticos que ya
tienen cuarenta años es la actitud poco “generosa” —en el
sentido que dan a este término en política— de las nuevas generaciones.
No son democráticas, no son libertarias, no simpatizan
con los oprimidos, no odian a la Iglesia, no levantan la
voz para clamar Justicia.
A estos críticos les parece que esta actitud es triste. Tal vez no
lo sea. Les parece reaccionaria. Tal vez no lo sea. Todo depende
de cómo se encare generosidad y reacción. Y al final lo que es
esta actitud es algo muy simple: es fruto de la experiencia.
La juventud de hace veinte años tenía tras de sí la experiencia
constitucional, y toda su tendencia, ante la carencia de esa
experiencia, era contra el constitucionalismo. La juventud de
hoy tiene atrás las experiencias democráticas, y, siempre en su
papel de juventud, representa la reacción contra esas experiencias
cuya carencia estruendosa es de cotidiana evidencia.
La juventud de hoy vio, además, que los libertarios, los socialistas,
los demócratas, ardiendo en amor por el pueblo, acaban
en el enfrentamiento y en el peculado, en el uso, en sus
relaciones con el pueblo, de la policía y del ejército. Y como
esta experiencia es la última, la juventud de hoy concluye que
la realidad vale más que las buenas intenciones, que es inútil
predicar buenas doctrinas. Más vale, pensaron ellos, defender
las doctrinas antipáticas. Por mi parte, encuentro preferible
defender, como algún día lo haré con la debida argumentación
sociológica, que es legítimo que los políticos roben y despojen
al pueblo, a que roben y despojen al pueblo llamando a eso
“gobierno popular”, “democracia”, “libertad” y cosas por el
estilo.
El amor a la verdad sustituye, en la juventud de hoy, al amor
a la mentira disfrazada de generosidad que caracterizaba a la
juventud de ayer. De nada sirve servir a la mentira, por generosa
que sea. El anarquismo, el socialismo, el democratismo
—todo ese enredijo de teorías simpáticas que olvidan que teorizan
para una humanidad de carne y hueso— fueron divinizaciones
de la mentira. Y fueron eso que Carlyle llama la peor
especie de mentira: la mentira que se cree verdad. No fueron
error, el cual es admisible, fueron la mentira inconsciente.
Cualquiera se equivoca. Pero no todos mienten inconscientemente.

La política

El mejor régimen político es aquel que permite con mayor
facilidad y seguridad el juego libre y natural de las fuerzas
(constructivas) sociales, y que con mayor facilidad permita el
acceso al poder de los hombres más capaces para su ejercicio.
No hace falta insistir que variará de nación y, en cada nación,
de época en época.
Con el régimen democrático sucede que si tiene, por su
naturaleza, la primera cualidad, por esa misma naturaleza resulta
de lo peor respecto a la segunda. Su base liberal, al propiciar
que las fuerzas individuales se expandan libremente, garantiza
la plena valorización de esas fuerzas. Pero al basar su
sistema de gobierno en un llamamiento a las mayorías, forzosamente
ignorantes e incultas —de manera absoluta o, al menos,
en relación con el resto del país— hace el acceso al poder
casi ilimitado a hombres dotados para dominar o sugestionar a
las mayorías. Las cualidades necesarias para tal fin no son las
mismas —lo que es más, a veces son contrarias— a las exigidas
para el gobierno de una nación.
Si la transmisión de poderes de la mayoría a favor del gobierno
tuviese en los dominadores y sugestionadores de las
mayorías, no su término, sino un punto intermedio —esto es,
si los elegidos del pueblo fuesen, no sus gobernantes, sino los
que escogieran a los gobernantes— entonces se podría hablar
de una cierta facilidad de acceso al poder de hombres realmente
competentes para ejercerlo. Sin embargo se puede esperar,
en razón de la debilidad y el egoísmo humanos, que los capaces
de dominar empleen esa capacidad simplemente para hacer a
otros dominar, ni tampoco que la vanidad, base de toda capacidad
de dominio, quite al dominador la convicción de su capacidad
para gobernar. El hombre que domina multitudes en
un comicio fácilmente se convence de que dominará números
en un presupuesto. Es absurdo como lógica, natural como psicología.


Dominio de las minorías

Medítese: no tenemos recelo de que la sociedad se democratice.
No puede haber democracia, porque el sólo hecho de haber
sociedad incluye el hecho aristocrático. No se piense, entonces,
que nuestra protesta es contra la democracia como cosa que
exista realmente o que amenace con poder existir. Ella no puede
hacerlo por su naturaleza antinatural y autocontradictoria.
Nuestra protesta es en contra de que se quiera hacer democracia
cuando el hecho esencialmente social es absolutamente
aristocrático. Nuestra protesta representa nuestro pasmo ante
la inutilidad de pedir y esforzarse por poner en práctica doctrinas
que, además de realmente imposibles, perjudican la existencia
de las sociedades y el bienestar social.
La democracia es una (…).
Si una sociedad subsiste, el mero hecho de que subsista
prueba que en ella se da el hecho aristocrático.
Lo que la vida moderna ha conseguido es apenas disfrazar e
hipocritizar (sic) la operación de ese hecho, del hecho aristocrático.
¿Domina el pueblo en un país donde hay sufragio universal?
No domina. Dominan los partidos. Dominan las minorías.
Esto es: el hecho aristocrático persiste disfrazado e hipócrita.
Pero persiste […]. ¿Es la república francesa una república oligárquica?
Naturalmente. Si no lo fuera no podría existir Francia.
No hay, en las repúblicas, en las sociedades, sino oligarquías.
En Inglaterra, por ejemplo, ¿gobierna el pueblo, gobiernan
las mayorías?… ¿Gobiernan?.

* Fernando Pessoa, Contra la democracia, México, uam, 1985.

sábado, 18 de julio de 2009

Próximamente Pandora Ediciones pondrá a la venta un libro que recoge varios escritos de este gran pensador del siglo XX.

Esperamos que nuestros lectores se animen a comprarlo y contribuir al conocimiento de las reflexiones de Emil Cioran.

viernes, 17 de julio de 2009

Mauricio Manco - Diana Paniagua
Willinton Foronda - Camilo Aristizábal
Invita:
Café Libro Este Lugar de la Noche
Jueves 23 de julio 7:30 p.m.


La escuela del tirano

E. M. Cioran

Fragmento de “La escuela del tirano”, en Historia y utopía,

Para no ceder a la tentación política, hay que vigilarse a cada
momento. Pero ¿cómo conseguirlo en un régimen democrático
en el que el vicio esencial es permitirle a cualquiera aspirar
al poder y dar libre curso a sus ambiciones? De ello resulta una
enorme abundancia de fanfarrones, de agitadores sin destino,
de locos sin importancia que la fatalidad ha rehusado marcar,
incapaces de verdadero frenesí, tan inadecuados al triunfo
como al hundimiento. Sin embargo, es su nulidad la que permite
y asegura nuestras libertades amenazadas por las personalidades
excepcionales. Una república que se respete debería
trastocarse ante la aparición de un gran hombre y proscribirlo
de su seno, o impedir al menos que se cree una leyenda a su
alrededor. ¿La idea le repugna? Será que, deslumbrada por su
azote, no cree más ni en sus instituciones ni en sus razones de
ser. Se enreda en sus leyes, y esas leyes, que protegen a su enemigo,
la disponen y la comprometen a su dimisión. Sucumbiendo
bajo los excesos de su tolerancia, tiene miramientos con
un adversario que no le guardará a ella ninguna consideración,
autoriza los mitos que la socavan y la destrozan y se deja enredar
en las suavidades de su verdugo. ¿Merece subsistir cuando
sus mismos principios la invitan a desaparecer? Paradoja trágica
de la libertad: los mediocres, que son los únicos que hacen
posible su ejercicio, no sabrían garantizar su duración. Le debemos
todo a su insignificancia y perdemos todo a causa de
ella. De esta manera se encuentran siempre por debajo de su
misión. Ésta es la mediocridad que yo aborrecía cuando amaba
sin reserva a los tiranos de quienes nunca se dirá suficientemente
—al contrario de su caricatura (todo demócrata es un tirano
de opereta)— que tienen un destino, incluso demasiado destino.
Y si yo les rendía culto es porque, teniendo instinto de mando,
no se rebajan ni al diálogo ni a los argumentos: ordenan, decretan,
sin dignarse a justificar sus actos; de ahí su cinismo, cinismo
que yo ponía por encima de todos los vicios y de todas las
virtudes, marca de superioridad, hasta de nobleza, que a mis
ojos los asilaba de los mortales. No pudiendo hacerme digno de
ellos por la acción, esperaba alcanzarlos a través de la palabra,
de la práctica del sofisma y de la enormidad: ser tan odioso con
los medios del espíritu como lo eran ellos con los del poder,
devastar por medio de la palabra, hacer estallar al verbo y con
él al mundo, reventar con uno y con otro hundirme finalmente
bajo sus escombros. Ahora, chasqueado de esas extravagancias,
de todo lo que le daba realce a mis días, me pongo a soñar con
una ciudad, maravilla de moderación, dirigida por un equipo de
octogenarios un tanto chochos, de una amenidad maquinal, lo
suficientemente lúcidos como para hacer buen uso de sus decrepitudes,
exentos de deseos, de añoranzas, de dudas, y tan
preocupados por el equilibrio general y el bien público que
mirasen la sonrisa como un signo de depravación o de subversión.
Y ahora es tal mi decadencia que hasta los demócratas me
parecen demasiado ambiciosos y demasiado delirantes. Sería su
cómplice, sin embargo, si su odio hacia la tiranía fuese puro;
pero sólo la abominan porque los relega a su vida privada y los
arrincona en su vacío. El único grado de grandeza que pueden
alcanzar es el del fracaso. Liquidar les sienta bien, y cuando sobresalen en ello merecen nuestro respeto.