viernes, 17 de julio de 2009



La escuela del tirano

E. M. Cioran

Fragmento de “La escuela del tirano”, en Historia y utopía,

Para no ceder a la tentación política, hay que vigilarse a cada
momento. Pero ¿cómo conseguirlo en un régimen democrático
en el que el vicio esencial es permitirle a cualquiera aspirar
al poder y dar libre curso a sus ambiciones? De ello resulta una
enorme abundancia de fanfarrones, de agitadores sin destino,
de locos sin importancia que la fatalidad ha rehusado marcar,
incapaces de verdadero frenesí, tan inadecuados al triunfo
como al hundimiento. Sin embargo, es su nulidad la que permite
y asegura nuestras libertades amenazadas por las personalidades
excepcionales. Una república que se respete debería
trastocarse ante la aparición de un gran hombre y proscribirlo
de su seno, o impedir al menos que se cree una leyenda a su
alrededor. ¿La idea le repugna? Será que, deslumbrada por su
azote, no cree más ni en sus instituciones ni en sus razones de
ser. Se enreda en sus leyes, y esas leyes, que protegen a su enemigo,
la disponen y la comprometen a su dimisión. Sucumbiendo
bajo los excesos de su tolerancia, tiene miramientos con
un adversario que no le guardará a ella ninguna consideración,
autoriza los mitos que la socavan y la destrozan y se deja enredar
en las suavidades de su verdugo. ¿Merece subsistir cuando
sus mismos principios la invitan a desaparecer? Paradoja trágica
de la libertad: los mediocres, que son los únicos que hacen
posible su ejercicio, no sabrían garantizar su duración. Le debemos
todo a su insignificancia y perdemos todo a causa de
ella. De esta manera se encuentran siempre por debajo de su
misión. Ésta es la mediocridad que yo aborrecía cuando amaba
sin reserva a los tiranos de quienes nunca se dirá suficientemente
—al contrario de su caricatura (todo demócrata es un tirano
de opereta)— que tienen un destino, incluso demasiado destino.
Y si yo les rendía culto es porque, teniendo instinto de mando,
no se rebajan ni al diálogo ni a los argumentos: ordenan, decretan,
sin dignarse a justificar sus actos; de ahí su cinismo, cinismo
que yo ponía por encima de todos los vicios y de todas las
virtudes, marca de superioridad, hasta de nobleza, que a mis
ojos los asilaba de los mortales. No pudiendo hacerme digno de
ellos por la acción, esperaba alcanzarlos a través de la palabra,
de la práctica del sofisma y de la enormidad: ser tan odioso con
los medios del espíritu como lo eran ellos con los del poder,
devastar por medio de la palabra, hacer estallar al verbo y con
él al mundo, reventar con uno y con otro hundirme finalmente
bajo sus escombros. Ahora, chasqueado de esas extravagancias,
de todo lo que le daba realce a mis días, me pongo a soñar con
una ciudad, maravilla de moderación, dirigida por un equipo de
octogenarios un tanto chochos, de una amenidad maquinal, lo
suficientemente lúcidos como para hacer buen uso de sus decrepitudes,
exentos de deseos, de añoranzas, de dudas, y tan
preocupados por el equilibrio general y el bien público que
mirasen la sonrisa como un signo de depravación o de subversión.
Y ahora es tal mi decadencia que hasta los demócratas me
parecen demasiado ambiciosos y demasiado delirantes. Sería su
cómplice, sin embargo, si su odio hacia la tiranía fuese puro;
pero sólo la abominan porque los relega a su vida privada y los
arrincona en su vacío. El único grado de grandeza que pueden
alcanzar es el del fracaso. Liquidar les sienta bien, y cuando sobresalen en ello merecen nuestro respeto.

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